Vi su retrato, estampado en la pared de mi cuarto. En hordas ínter locuaces supe de su atmosfera benigna, tan presumida y tan adictiva en el feudo de mis días. Sentada entre tormentosas vigilias en el capricho inmortal que aun no cesa, he de interrumpir su encanto prodigioso, su benevolente y dichosa certeza, he de apagar su fuego con la magia de mi suave tormento.
Vitrales espejados, que con armonía impávida se segmentan en la palidez de los lirios, donde quizas las facciones inequivocas de su rostro inaccesible determinan el valor de sus sequias.
Quiero saber donde termina todo esto. Deseo saber si esta pena sera eterna, si entrena en la tremula sospecha que despechan sus miedos en el mas azul de los cielos. Confundo la distancia con ausencia, suele pasar en estos días de poesía malherida.
Suelo contemplar tu rostro en silencio, suelo dormirme en la miel de tus labios y en el capricho estrepitoso de tus cabellos. Me embriago en la parsimonia de tus pasos, en la orquesta mágica de tu voz, en la fugacidad de tus enojos, en la tempestad misericordiosa de tus ideas, en el llanto que ahogas por pura vanidad, en la caricia tenue de tu indiscriminada piedad.
La quietud agobia, estremece y nos fulmina.
Entre paginas olvidadas y resplandores nocturnos, vagas con tu alma solitaria en el clamor de tu misterio, en el trémulo estupor de la siniestra contienda y es tu cuerpo, agazapado entre miles, el que me rescata de los besos fríos de la muerte, como un cálido verso en la sequía de mi prosa.
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