miércoles, 2 de septiembre de 2015

De los Origenes del Tiempo

He sentido muchas veces el riesgo taciturno de las mañanas angustiosas de un mayo desolado. He perdido la cordura en una ráfaga violenta en los crudos inviernos de tu hastioso junio. He disfrutado el placer que trae la compañía de la soledad en el fatuo fuego de un crudo agosto. Cuando me veas, no me veas como un conocido, ni siquiera como un amigo o un amante empedernido, finge que no me conoces, que soy un desconocido a los ojos de tu memoria, finge que se te olvidaron los besos mojados, finge que olvidaste el daño irreparable que provocaste en la tormentosa mañana de septiembre, finge que no soy nadie, o mejor aun, asume que no soy nadie, asume que soy un leproso, un paria, una bola de nada. Porque el dolor se hizo piel en mi carne y el tiempo fue desgarrando las sienes malheridas de esta conciencia podrida. Temo decirte que recordé, las violentas paredes de contención que nos anegaban este sórdido camino, la sangre espesa que fluía en mi rostro, los insanos momentos en los que creímos ser felices. Te encontré detrás de una magia volcada, en el abismo intenso de tus pechos, en el tobogán nocturno que nacía de tus cabellos, te encontré sin buscarte pero sabiendo que debía encontrarte. Te sentí sumida en el vapor profundo de mis besos. Pude sentir la transparencia de tus caricias para empezar a ser certero.
Un cielo hostil encegueció tu partida, profunda y confundida como si habláramos de narrativa perdida. Una cicatriz marcada en el fuego literario de mis sentimientos. Una oscuridad profunda en el brillo latente de tus ojos.
Quise convertirte en musa, en diosa y solo pude hacerte prosa.
El amor nos hace propensos a cometer locuras.

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